Las aventuras de la camilla Rusti: Dolor crónico de espalda.

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—¿Se puede recomendar decenas de veces un restaurante en el que solo se ha estado una vez? —se preguntó Rusti mientras Jaime charlaba con una nueva paciente que acababa de llegar. 

—Es un lugar increíble. Aparte de una pasta magnífica, tienen esos cuchillos suizos que tienen el mango de colores. Si te descuidas, te llevas un buen recuerdo del restaurante, y no precisamente del bueno —comentó con gracia Jaime.

—Sin falta vamos a ir, Jaime, en nuestro próximo viaje. Florencia siempre ha estado en nuestra lista de deseos. Ojalá sea pronto, en cuanto mejore mi dolor de espalda —dijo pensativa la paciente. 

—Además, el dueño me dijo que Gwyneth Paltrow había comido ahí —terminó diciendo Jaime.

—Vamos a ver, ¿eso qué tendrá que ver? Es como si Jaime se llevase comisión de los sitios que recomienda —se dijo a sí mismo la camilla Rusti. A veces Jaime le sacaba de quicio. Tantos años escuchando las mismas historias, las mismas anécdotas, las mismas recomendaciones, las mismas gracias. Una larga vida juntos. Se habían convertido en una de esas parejas que se quieren mucho, pero que por momentos no se aguantan. 

Rusti siempre pensó que, en vez de una consulta de fisioterapia, Jaime tendría que haber montado un negocio de recomendaciones, especializado en viajes, restaurantes, productos curiosos y actividades varias. A lo largo de los años, siempre con el afán de ayudar a sus pacientes, había guiado a pacientes a los sitios más variopintos. Entre sus recomendaciones más utilizadas estaba ese pueblo en el norte de España que, según decía, es el secreto mejor guardado de toda España. Con frecuencia, en puentes y vacaciones, se puede ver a alguno de sus pacientes pasear por sus praderas y acantilados. Pero sus recomendaciones no solo se cernían a restaurantes, conciertos de piano de Rachmaninoff o calas secretas. Otra de sus habilidades era servir como puente de unión entre pacientes, tanto para jugar al tenis como para conseguirles nuevos clientes a psicólogos o profesores de piano. Incluso alguna vez había hecho de Celestina, programando sesiones de tal forma que pacientes solteros y de edad similar se pudiesen encontrar en la sala de espera. Para Jaime todo este ir y venir de pacientes, de conversaciones y de situaciones surrealistas le servía como escapatoria de toda esa nube gris de lesiones y dolores. «Cuanto menos hable un paciente de su lesión, más probabilidades tendrá de olvidarse de ella. Hay que expulsar los dolores de nuestra cabeza». Esta era la conclusión a la que había llegado Jaime después de tantos años tratando a gente en su consulta. 

En ese día concreto tocaba ayudar a Elena, la paciente con dolor de espalda que ya estaba tumbada en la camilla. Elena no podía dejar de hablar de su lesión, y eso era una señal de alarma a los ojos de Jaime. 

—No recuerdo la última vez que he dormido del tirón ni de despertarme con algo de energía. A este maldito dolor, justo entre mis escápulas, le gusta hacer acto de presencia por las noches. En muchas ocasiones me tengo que ir a dormir al salón, a ese sillón orejero que casi tiramos cuando hicimos la mudanza. Me quedo dormida viendo la teletienda o campeonatos de piragüismo —comentó Elena.

—¿No has mejorado nada en las últimas semanas? —preguntó Jaime, siempre intentando buscar el lado positivo o un atisbo de mejoría al que agarrarse.  

—Pues realmente no. Creo que me siento hasta peor. Estoy de baja desde hace ya seis meses, ya que no consigo estar sentada más de una hora sin sentir el dolor. Tampoco puedo hacer ejercicio. Intento ir a la piscina, pero solo pensar en llegar al polideportivo, desvestirme y meterme en la piscina me da miedo. Al final no me apetece hacer nada. Me paso el día en el salón viendo la televisión o en mi cama, a oscuras —explicó Elena. 

A Elena, cuando pensaba en la vida que llevaba antes de la lesión, se le caían las lagrimas. Miró en este momento a Alfonso, su marido, que le devolvió la mirada con resignación, como pudiendo sentir su dolor. Elena sabía que Alfonso también vivía en las últimas. Casi estaba educando él solo a su hija Paula. Elena no podía llevarla al colegio, no podía hacer los deberes con ella, no podía ir al parque. Tampoco podía ir a la compra o realizar tareas en casa. Su lesión se estaba cobrando una factura incalculable, tanto a nivel personal como profesional o familiar. Intentaba no hablar de su dolor. Sentía como que la gente se había cansado de sus quejas. Por lo tanto, sufría en silencio, día tras día, añorando aquella época en la que iban de camping a la Costa Blanca o subían montañas, como esa maravillosa ascensión que hicieron al Monte Perdido.

Aunque Jaime ya conocía los detalles de la lesión de Elena, en ese momento le preguntó por el origen de la lesión. Era una estrategia arriesgada, pero había comprobado cómo, a veces, los pacientes se sentían mejor después de hablar de su problema. Es como si soltasen un lastre que llevaban dentro y luego ya podían centrarse en pensamientos más positivos.

Elena empezó con su relato. 

—Todo empezó hace cuatro años con un ligero dolor en la espalda entre las escápulas. Yo trabajaba en la secretaría de admisión de una prestigiosa universidad privada. Me encantaba todo de ese trabajo: recibir a todos los alumnos y observar como se imaginaban y veían a sí mismos jugando a las cartas en la cafetería o levantando pesas en el gimnasio; hablar con los padres, que estaban casi más ilusionados que sus propios hijos. Era un trabajo muy dinámico y lo disfrutaba al máximo. En esos momentos no podía pedir más a la vida. 

Tenía a Alfonso, a la pequeña Paula y vivíamos en una magnífica ciudad. Pero, como dice el dicho: «Todo lo bueno se acaba». Un caluroso día de mayo, un pequeño dolor hizo su aparición. Al principio no le hice mucho caso; me decían que era una contractura o un bloqueo de las vértebras por estar tantas horas sentada delante del ordenador. El dolor fue a más y, pasadas unas semana, ya me dolía constantemente. Las visitas a varios fisioterapeutas y quiropractores solamente conseguían aliviar momentáneamente el dolor. Así que decidimos visitar a algunos médicos y, tras varios tratamientos infructuosos, la situación no mejoró. Muchos empezaron a decir que el dolor estaba en mi cabeza, ya que no aparecía nada en las pruebas diagnósticas. A mí esa explicación nunca me convenció. Es como suponer que me estoy inventando el dolor —describió con tristeza Elena.

—Creo que Elena está hablando de mí —escuchó decir a alguien Rusti. 

—¿Y tú quién eres? —preguntó Rusti, ya acostumbrado a escuchar nuevas voces cada vez que entraba una paciente nueva.  

—Soy Cerebrum. El cerebro de Paula. 

—Encantado. Yo soy Rusti, la camilla de Jaime. ¿Qué tal te va la vida?

—Me alegro de que me lo preguntes. Ahora mismo no estamos en nuestros mejores años, pero tengo la esperanza de que todo cambiará con la ayuda de Jaime —contestó Cerebrum. 

—Pero no entiendo. Elena ha dicho que le duele la espalda. ¿Qué tienes que ver tú en todo esto? —se interesó Rusti.

Este momento no lo dejó escapar el viejo sofá, siempre dispuesto a dar explicaciones académicas. 

—Aprovecho esta ocasión para daros unos datos sobre el cerebro humano. El cerebro es el órgano principal del sistema nervioso central que controla y coordina todas las funciones del cuerpo y procesa la información de las sensaciones, conocimientos y emociones. Se encuentra dentro del cráneo. En el caso de Elena, y en el de todas las personas que sufren de dolor, podemos decir que el cerebro tiene áreas especializadas que procesan la información del dolor y regulan la respuesta del cuerpo a esta experiencia. El dolor en las partes del cuerpo es detectado por receptores especializados llamados nociceptores, que se encuentran en la piel, los músculos, los huesos y otros tejidos. Cuando estos receptores se activan debido a un estímulo doloroso, envían señales eléctricas a través de los nervios periféricos hasta la médula espinal y finalmente al cerebro. El cerebro procesa esta información y produce una experiencia subjetiva del dolor, que puede variar en intensidad, duración y calidad —lo aleccionó el viejo Sofá. 

—Muy interesante. Entonces, ese flujo de señales eléctricas es el que tú sientes. ¿Verdad, Cerebrum? —preguntó Rusti.

—¡Exacto! Ahora mismo, ese dolor constante en la espalda de Elena lo sentimos ella y yo. Las señales eléctricas dolorosas que me llegan desde su espalda no dejan de fluir, ni siquiera de noche. ¡Tampoco un cortocircuito las puede cortar! —explicó Cerebrum.

A lo largo de los años, Jaime había tratado a muchas pacientes como Elena. En algunas personas, sin explicación, un día algo empieza a doler y no desaparece en meses, incluso años. Es lo que en términos médicos se denomina dolor crónico. En casos como los de Elena, Jaime intuía que había algo más detrás se un simple dolor físico; algo que se escapaba a los ojos de médicos y terapeutas. En esta ocasión, mirando fijamente a Elena, lanzó una pregunta, como queriendo comunicarse con sus entrañas. 

—Hay algo ahí dentro que impide que te cures, Elena. Tenemos que averiguarlo —dijo Jaime. 

Cerebrum sintió como que Jaime se lo estaba preguntando directamente a él. Dudó un momento. Casí se asustó, pero en seguida se acordó de que las partes del cuerpo no pueden comunicarse con los humanos. Así que le contestó, aun a sabiendas de que no lo podía escuchar. 

—Querido Jaime, yo te lo puedo explicar muy fácilmente. Lo primero que tendríamos que hacer es cortar este flujo de señales que me llegan y que no nos dejan vivir. Yo lo veo como una autopista, una autopista de dolor. Cada coche que conduce por ella es una señal de dolor y, cuantos más carriles, más coches y más dolor. Llega un momento en el que me acostumbro a ese dolor, pero nunca desaparece —lo instruyó Cerebrum.  

—Entonces, ¿lo que hay que hacer es disminuir los carriles de esa autopista?, que pasen, por ejemplo, de seis a dos. El objetivo final será que por esa autopista no circule ningún coche —comentó Rusti, que sí podía hablar con Cerebrum.  

—Justamente eso, pero esta autopista es muy caprichosa. Hay días en los que Elena parece contenta y no me llegan tantas señales dolorosas. Los días en los que está triste y preocupada no hacen más que llegar señales —explicó Cerebrum. 

Mientras tanto, Jaime seguía hablando con Elena y ya había empezado a tratar su espalda. Por lo que sentía Jaime con sus manos, no había una gran lesión en la espalda de Elena. Las pruebas diagnósticas tampoco habían revelado nada grave. Simplemente, una zona contracturada que producía un dolor que irradiaba hacia el hombro y brazo. Por su experiencia, los tratamientos manuales, es decir, los masajes, eran una de las técnicas más eficaces para mejorar los dolores de espalda. A medida que iba tratando la zona dura y tensa, notaba cómo los músculos se relajaban y distendían. A veces pensaba que, a ojos de la nueva generación de fisioterapeutas, sus tratamientos se consideraban de la vieja escuela: la escuela de usar las manos, confiar en la sensibilidad y en la intuición. No le importaba que cada vez se utilizasen más máquinas tecnológicas para tratar lesiones. Jaime era fiel a sus manos y a su experiencia. El hecho de seguir ahí, en la brecha, después de tantos años y tantos pacientes, le servía como refuerzo positivo. 

Elena todavía seguía con dudas. 

—Lo que realmente no entiendo es cómo me puede doler tanto y que luego no salga nada en las resonancias o las radiografías —expuso Elena con desesperación.

—Esa es la pregunta del millón. Desde hace décadas nos han intentado explicar que el dolor significa un daño en algún tejido o estructura. Pero la realidad no siempre es así. Se puede tener mucho dolor sin ningún o con poco daño en el cuerpo. Un ejemplo muy claro es el dolor que sienten los amputados de pierna, lo que se conoce como dolor del miembro fantasma. Ellos ya no tienen esa pierna, pero siguen sintiendo dolor como si aún la tuviesen intacta. Lo importante es saber diferenciar entre el daño real en el cuerpo, es decir, las lesiones en tendones, músculos o ligamentos y la sensación subjetiva de dolor que el paciente percibe. Esta sensación cambia según cada paciente. 

—Jaime, gracias por esta explicación. Aun así, no entiendo por qué hay días en los que me duele más y días en los que me duele menos —se interesó Elena. 

— No es fácil de explicar. A ese tipo de dolor se le llama dolor neuroplástico. Quiere decir que cada persona siente el dolor de forma diferente a como lo sienten otras personas. Pero incluso, que la misma persona tiene sensaciones dolorosas cambiantes en un mismo día —explicó Jaime. 

—¡Qué complejo, Jaime! Pero voy entendiendo —comentó algo confusa Elena. 

—El dolor también depende de otros factores como son los sociales, mentales y nuestro entorno. En definitiva, el dolor es cambiante según la persona y sus circunstancias. Por ejemplo, los jugadores de rugby salen de los partidos con moretones por todos los lados. Pero no se dan cuenta de que están lesionados hasta que se sientan en el vestuario y se relajan. La cabeza, en el momento del partido, no estaba enfocada en sentir el dolor. Otro ejemplo más claro. ¿Nunca has ido al cine a ver una buena película y, durante las dos horas que duraba, no te acordaste ni una sola vez de tu dolor? —se interesó Jaime.  

—Sinceramente, no he ido al cine en muchos meses. Yo debo de ser de las que está todo el rato pensando en el dolor. Pero no lo puedo evitar. Siento que me duele y no puedo desconectar. Hay mañanas que me levanto decidida a dar un cambio en mi vida. Pero, en cuanto aparece el dolor, me hundo mentalmente —dijo Elena. 

—Ahí está el desafío. Imagínate que existiera una forma de regular el dolor. Una ruedecilla con la que pudieses subir y bajar el volumen del dolor. Las cosas que te aumentarían el dolor, es decir, las que te harían sentir más dolor, serían el estrés, la tristeza, la furia, la ansiedad y los pensamientos negativos. Por el contrario, estar relajada, contenta y distraída te bajaría el dolor. Disminuiría el volumen del dolor. En general, cuando hay mucho estrés y ansiedad, los músculos del cuerpo se tensan y contracturan y consecuentemente se incrementa la intensidad del dolor. El estrés es un amplificador del dolor. Un ejemplo muy claro: Durante la pandemia hubo un incremento de ingresos hospitalarios por dolor en todo el mundo. La gente estaba angustiada y esto hacía que sintieran más el dolor.

—Esta es mi oportunidad —dijo el viejo sofá casi gritando —, he oído dolor y pandemia. Aquí van unos datos muy interesantes: «La pandemia del COVID-19 ha generado altos niveles de estrés y ansiedad en la población. Estos factores emocionales pueden contribuir al desarrollo o exacerbación de condiciones de dolor crónico, como la migraña, el dolor de espalda o las enfermedades relacionadas con el estrés. Como resultado, es posible que más personas hayan buscado atención hospitalaria para el tratamiento del dolor. Otras causas son los cambios en los patrones de estilo de vida. Las medidas de distanciamiento social, el confinamiento y los cambios en los patrones de trabajo y actividad física durante la pandemia pueden haber llevado a un aumento de los problemas musculoesqueléticos y del dolor relacionado con el sedentarismo. La falta de actividad física, las malas posturas y otros factores relacionados con el estilo de vida pueden haber contribuido al aumento de los ingresos hospitalarios por dolor».

Rusti y Cerebrum habían escuchado atentamente la explicación del viejo sofá. Cerebrum sintió como empezaban a encajar las piezas de un rompecabezas. 

—Ya entiendo todo. Elena casi nunca hace nada divertido. Desde hace meses que no vamos a pasear a la sierra. Como ha dicho, tampoco hemos ido al cine en mucho tiempo. A mí me encantaría ir más al cine. Sobre todo a ver comedias románticas como las de antes. Esas en las que toda la familia acaba cantando y en la que, al final, el chico sale corriendo para decirle a la chica que la quiere. Solo de pensarlo me da un subidón —comentó Cerebrum. 

—Qué tonto eres, Cerebrum. La pobre Elena llorando y tú pensando en ir al cine —dijo Rusti.

Alfonso, el marido de Elena, también tenía muchas dudas. En la lesión de Elena, su papel había sido secundario, pero siempre se había preocupado por buscar a especialistas que pudieran ayudar a Elena, mirando en internet o hablando con amigos. Así es cómo habían dado con Jaime: el famoso boca a boca. 

—Jaime, hay una cosa que no entiendo. Nadie ha podido darnos un diagnóstico certero. El término que más hemos escuchado ha sido fibromialgia. Pero he mirado en internet y parece que la fibromialgia es un poco como un cajón de sastre. ¿No será que Elena tiene fibromialgia? —preguntó Alfonso.

—Bueno, esa es una buena suposición. La fibromialgia es una enfermedad crónica que se caracteriza por un dolor generalizado y una fatiga persistente. El problema es que las causas por las que aparece no son conocidas y tampoco está muy claro cuál es el tratamiento más efectivo. Al final, el nombre del dolor no es lo realmente importante. Lo importante es tratar los síntomas y conseguir que mejore de una vez por todas —contestó Jaime. 

—Pero entonces, ¿cómo se va a curar? Nada ha funcionado. No sabes lo duro que está siendo. Ya ni los médicos nos prestan atención. Parece que la ven como un caso perdido —terminó diciendo con desesperación Alfonso. Esta vez era él el que tenía lágrimas en los ojos. 

—Te diría que tenéis que tener paciencia. Pero de eso supongo que ya no tenéis mucha. Mira, os propongo una cosa. Juguemos a ser cocineros y preparemos una receta del dolor o, mejor dicho, una receta contra el dolor —sugirió Jaime intentando contagiarles algo de positivismo. 

—Yo también quiero jugar. Tampoco me importaría comer algo. Ya puestos… —dijo con gracia Rusti.

—Rusti, no te rías de nosotros, que la situación es muy seria —le espetó Cerebrum. 

—Es verdad, perdona —se disculpó algo cohibido Rusti. 

—Rusti, estaba de broma. Como ha dicho Jaime, tenemos que estar contentos para curarnos. Nada como tomarse las cosas con menos transcendencia —terminó diciendo Cerebrum. 

Jaime ya tenía a Elena y a Alfonso donde quería: receptivos, positivos e ilusionados con un nuevo plan, un plan de ataque. Para Jaime era muy importante que los pacientes salieran de su consulta con una mentalidad positiva. Algo similar a como salen los jugadores de fútbol del vestuario después de la charla del entrenador. 

—¡Vamos a ello! Lo primero es dormir bien —empezó diciendo Jaime. 

—¿Dormir bien? Me acabas de descolocar. ¿Qué tiene que ver cómo duermo en todo esto? —se interesó Elena. 

—Es de las cosas más importantes. Dormir bien afecta positivamente a las lesiones. 

Durante el sueño, el cuerpo realiza procesos de reparación y regeneración celular, lo que favorece la cicatrización de las lesiones y la recuperación de los tejidos dañados. Además, ayuda a reducir la inflamación y fortalece el sistema inmunológico. Por último, dormir adecuadamente ayuda a reducir los niveles de estrés. En general, durante el sueño, el cuerpo tiene la oportunidad de recuperarse y rejuvenecerse, lo que disminuye la tensión y la ansiedad acumuladas durante el día.

—Bueno, para conseguir esto Alfonso tendría que dejar de roncar —dijo Elena con gracia y todos se rieron a carcajadas. 

—Seguimos. Tienes que evitar estar sentada o tumbada durante el día. El movimiento y el ejercicio hará que te olvides de tu dolor y ayudará a mejorar tu condición física —continuó diciendo Jaime.

—Eso es fácil de decir, Jaime. Ya solo estando de pie me duele la espalda. ¡Ahora me dirás que hagamos el Camino de Santiago! —le increpó Elena. 

—No sería una mala idea. Pero eso lo podrás hacer más adelante. Por ahora tienes que buscar la forma de andar un poco. Si andar mucho te molesta, tienes que andar algo menos. Puedes también montar en bicicleta o ir a la piscina. Cualquier cosa que te saque de casa. 

—¿Quizás puedo usar la máquina elíptica de Alfonso?, esa que está en el trastero llena de polvo —preguntó Elena. 

—Claro que sí. Eso estaría muy bien. Lo dicho, cualquier cosa que haga que te muevas sin mucho dolor. Por último tienes que trabajar el aspecto emocional. Tienes que hacer cosas que te pongan contenta. A mi, por ejemplo, escuchar música clásica me sube la moral, pasear con mi perro Sammy o correr por el campo —comentó Jaime. 

—Ya estamos con las recomendaciones. Hay que pararlo, que si no va a acabar hablando de Rachmaninoff —dijo rápidamente Rusti.

—Ahora mismo estoy muy enganchado al concierto número 2 de Rachmaninoff. No puedo dejar de escucharlo —terminó diciendo Jaime.  

—¡Lo sabía! —dijo Rusti y todos se rieron. 

—¿Alguna cosa más? —preguntó Elena. 

—Muchas más. Pero por ahora esto es suficiente. Por supuesto tienes que seguir con los tratamientos de fisioterapia, que son fundamentales y te van a ayudar mucho. El tratamiento tiene que ir en paralelo con los ejercicios y con los hábitos positivos. Yo confío en ti, Elena. Juntos, con Alfonso y Paula, formáis un buen equipo. Es importante que os apoyéis mutuamente para salir de esta situación. Poneos un objetivo y diseccionarlo en pequeños y asequibles trozos. Cuando entrenas para un maratón no empiezas corriendo cuarenta y dos kilómetros. Empiezas con dos o tres 3 kilómetros y vas aumentando. Lo que tienes que hacer es ponerte un objetivo y trabajar poco a poco hasta conseguirlo. ¿Cual sería tu objetivo, Elena?

—Ir a comer a ese restaurante tan bueno en Florencia —respondió con decisión Elena.

—Pues ahí lo tienes. Puedes empezar por ir a comer un pincho de tortilla en el bar de abajo. 

—Así lo haremos, Jaime. Nos has dado muchos ánimos. 

De esta forma terminó la sesión, con todas las partes contentas. A Elena le quedaba un largo camino por recorrer. Un camino lleno de altibajos, de días buenos, días regulares y días malos. Al salir a la calle se fijó en unos gorriones que revoloteaban por la copa de una vieja acacia y pensó: «Hace tiempo que no miraba las cosas bonitas que hay delante de mí. La sesión con Jaime ha sido muy intensa pero a la vez positiva. Puede que tenga razón y pueda curarme con sus tratamientos y con una mentalidad más positiva». Miró en ese momento a Alfonso, que caminaba a su lado, y lo cogió de la mano, como lo hacían cuando paseaban por el Retiro en sus primeras citas.