Las aventuras de la camilla Rusti: Dolor de hombro.

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Por la consulta de Jaime habían pasado infinidad de pacientes: deportistas, gente sedentaria, gordos, flacos, niños, abuelos, abuelas…, pero Rusti no recordaba a alguien tan imponente como la chica que acababa de entrar: alta como la Torre Eiffel, con hombros anchos de nadadora y brazos largos de jugadora de voleibol, de apariencia dulce, con ojos color de miel, de los que emanaba un aura de determinación que Rusti sintió desde el primer momento. 

—Esta chica tiene algo especial —pensó. 

Jaime y Maria, que así es como ella se llamaba, se pasaron bastante rato hablando sobre la lesión que ella padecía. Contaba que era tenista profesional de toda la vida y que, desde hacía varios años, le dolía el hombro derecho al sacar. Continuó diciendo que jugar al tenis sin poder sacar en buenas condiciones era como salir de copas sin beber alcohol. Era una sensación rara, sobre todo porque a los tenistas les encantan esos puntos gratis que se consiguen con un buen saque. Cuando, en un momento complicado en el partido, vas a la línea de saque, realizas tu ritual previo, botas la pelota cuatro veces y, en tu cabeza piensas: «¡La voy a romper!». Luego te acuerdas de tu hombro y sabes que, si finalmente te dejas llevar por ese impulso primitivo, lo más seguro es que el dolor te haga plantearte si vale la pena sufrir tanto por jugar al tenis. En consecuencia, decides meter un segundo primero, como se dice en el argot tenístico. Así que, por ello había pasado Maria los últimos años sacando al setenta y cinco por ciento (por recomendación de su entrenador), visitando a especialistas de hombro, haciendo pruebas radiológicas y realizando tratamientos que, por el momento, no habían servido de mucho. 

Rusti, siempre inmóvil en su sitio, escuchaba con atención. Por algún motivo este caso le interesaba más que los demás. Tantos años invertidos en darle golpes a una pelota para que un dolor estropee todo ese esfuerzo. Se preguntaba qué es lo que podía haber pasado en el hombro de Maria para que tuviese tanto dolor? Rusti había aprendido mucho en los últimos tiempos sobre el cuerpo humano, pero el hombro siempre le había parecido un misterio, una parte del cuerpo muy compleja. 

Como si le hubiese leído la mente, Jaime dijo: 

—El hombro es una parte del cuerpo muy compleja. 

Rusti no pudo más que soltar una carcajada y decir:

—Jaime, viejo compañero, una pena que no puedas escucharme. Somos tal para cual. Te daría un abrazo ahora mismo.

Lógicamente, Jaime no era consciente de que su camilla, Rusti, podía hablar. Así que siguió con su conversación con Maria como si nada. 

—Para mí, algo no está bien diseñado en el hombro de las personas. Puede que originalmente fuéramos creados para andar a cuatro patas o tal vez nuestro destino era pasarnos el día colgados de las ramas de los arboles e ir volando de liana en liana. Lo único de lo que estoy convencido es que los hombros de los humanos no están hechos para estar sentados frente a un ordenador o, si me apuras, golpeando pelotas con una raqueta. Así que en esas estamos, con más gente con dolor de hombro que con cualquier otro dolor en el cuerpo.

—¡Mi turno! —gritó exaltado el viejo sofá, especialista en datos estadísticos—. Creíais que no estaba escuchando. Aquí va mi valiosa aportación: «El tendón del supraespinoso se encuentra en el hombro. Sus acciones son las de elevar el brazo y llevarlo para atrás. Forma, junto al infraespinoso redondo menor y subescapular el denominado manguito de los rotadores, que es un tendón ancho (compuesto de cuatro tendones) que se inserta en la cabeza del humero. Una de cada cinco personas tiene dolores en el supraespinoso en algún momento de su vida. Los problemas del tendón del manguito rotador son muy comunes y se encuentran en alrededor de un quince a un veinte por ciento de las personas de sesenta años, en entre un veintiseis y un treinta por ciento de las personas de setenta, y en entre un treinta y seis y un cincuenta por ciento de las personas mayores de ochenta». Puedo seguir, pero yo creo que os hacéis una idea.

—Muy bien, viejo sofá. Muchas gracias por la aportación —dijo amablemente Rusti. 

—Ya puedes volver a tu siesta. 

Jaime continuó hablando en su tono de catedrático. 

—El hombro, en sí mismo, es una estructura muy compleja y eficaz. Puede realizar más movimientos que ninguna otra articulación del cuerpo y combina muy bien la estabilidad con la aceleración y la fuerza. No hay más que ver la velocidad a la que golpean la pelota los tenistas o la lanzan los pitchers de béisbol. Pero hay en él varios puntos débiles, puntos de vital importancia que hay que cuidar como si fueran un jarrón de porcelana china.

—Ya estamos con la misma historia —se escuchó de repente en una voz fina, casi de pito—. Me juego lo que queráis a que va a decir: «El mayor problema del hombro es el tendón del supraespinoso». Por favor, ¿podéis dejar de echarme la culpa de todo?

  En efecto, porque Jaime continuó diciendo: 

—Uno de los puntos débiles más importantes del hombro es el tendón del supraespinoso.

—¡Qué original! —siguió diciendo esa misma voz—. Ya os lo dije. No sé quién es este Jaime, pero no le van a dar el premio Nobel de la perspicacia. 

—Yo no te conocía —reconoció Rusti tranquilamente. 

—Pues serás el único. Estoy en boca de todos, aunque muy poca gente se preocupa por averiguar dónde estoy exactamente ni qué función desempeño en todo este embrollo que es el hombro. Tengo fama de niño malo, ese al que le caen todas las broncas.

—¿Como te llamas? —preguntó Rusti. 

—Soy Supra, uno de los tendones más famoso del cuerpo, titulo honorífico que comparto con mi primo el tendón de Aquiles. ¿Quién no ha oído alguna vez la frase «tienes una tendinitis del supraespinoso, o tienes una rotura parcial del tendón del supraespinoso»? Siempre me llevo la culpa de todo cuando realmente no la tengo. Casi nadie habla de esta bolsa grasienta que llevo encima todo el día, como una lapa. Esa a la que llaman bolsa serosa. Tampoco nadie habla de este techo tan desagradable y duro debajo del cual tengo que vivir y que me produce claustrofobia, el acromio.

—¿Bolsa grasienta me estás llamando? —se escuchó decir a otra voz—. ¡Qué falta de respeto! A mí me gusta que me llamen Bursa, en latín. Soy como un airbag, un cojín que protege y ayuda a reducir fricción entre músculos, tendones y huesos. Me encuentro encima de Supra y debajo de Acromio. Sin nosotros, los tendones se desgastarían mucho antes. Pero claro, a veces nos inflamamos, sobre todo cuando el hombro se usa mucho en movimientos por encima de la cabeza, y entonces los médicos dicen que tenemos una bursitis. 

—¡Bursa! ¡Si estaba de broma! ¿Cómo se dice? El roce hace el cariño y, entre tú y yo, hay mucho de eso. Y tú Acromio, tampoco te enfades. No es nada personal —espetó Supra.

—No te preocupes, Supra. Yo soy parte de la escápula y estamos aquí para protegeros —dijo el hueso Acromio. 

Rusti, que estaba escuchando atentamente comentó: 

—Así que entre vosotros dos os repartís casi todas las lesiones de hombro. Tendinopatías y bursitis … Muy interesante.

Mientras tanto, Jaime y Maria habían empezado con el tratamiento.

—Veo que este tendón ha sufrido mucho, también la bursa. Tengo entendido que llevas muchos años jugando al tenis —declaró en tono interrogativo Jaime. 

Maria, después de los primeros momentos, ya se sentía más relajada. De alguna forma, aun sin conocerlo de nada, confiaba plenamente en las manos de Jaime. Había algo en esa consulta, esa camilla, ese sofá, la luz del sol que entraba en diagonal por la ventana, que le recordaba a las sesiones con aquel famoso psicólogo en Beverly Hills. Una atmósfera que invitaba a hablar y, como en tantas entrevistas a lo largo de su carrera, a contar su historia. 

—Sinceramente no me acuerdo de una vida sin raquetas ni pelotas amarillas. Cuando era pequeña vivíamos en Sochi, esa ciudad Rusa situada entre las montañas del Cáucaso y el Mar Negro; cerca de las playas y de la nieve, una combinación perfecta. Mi padre, Yuri, jugaba al tenis con el padre de uno de los tenistas más importantes de Rusia, Yevgueni Káfelnikov. De vez en cuando, me llevaba a sus entrenamientos y yo correteaba entre las pelotas y ayudaba a meterlas en el cesto. Hasta que un día cogí una raqueta y lo demás es historia.

—¿Pero naciste en Sochi, Maria?—Preguntó Jaime.

—No, esta es otra historia. Mis padres vivían en Chernobyl cuando ocurrió un accidente en una estación nuclear. Por miedo a la radiación, la ciudad fue evacuada y mi padre, junto a mi madre, que en ese momento me llevaba en su vientre, literalmente salieron corriendo y fueron a parar a casa de unos familiares en Nyagan, Siberia, donde yo nací.

—¡Naciste en Siberia! ¡Qué frío! Por eso te llaman la sirena siberiana —dijo Jaime.

—Si, nací ahí, pero no me acuerdo de mucho. Muy pronto nos mudamos a Sochi.

—Chicos, esto es como una película de aventuras —dijo Rusti—. Vamos a seguir escuchando, que es muy interesante.

—¡Uf! —profirió Supra. —Esta historia ya la he escuchado 1 000 veces. Ahora viene lo de Martina Navratilova.

—Resulta que me obsesioné con el tenis —continuó Maria—. Unos años más tarde, mi padre me llevó a una exhibición a Moscú en la que jugábamos contra Martina Navratilova, la mejor jugadora de ese momento. Tras pelotear un poco con ella, mi padre le comentó que yo quería ser tenista y que nos diera algún consejo. Ella contestó que en Rusia no había buenas escuelas y que, si de verdad quería ser tenista, teníamos que ir a los Estados Unidos de América. A mi padre esto le motivó y meses después estábamos aterrizando en el aeropuerto de Miami. Solamente mi padre y yo. A mi madre le denegaron el visado para viajar con nosotros y estuve dos años sin verla. Yo tenía ocho.

—¡Vaya Odisea! ¡Tan pequeña y ya tan viajada! —dijo Jaime maravillado—. Pero vamos a centrarnos en tu tendón.

—Eso —dijo Supra—. Hacedme un poco de caso, que estoy algo viejo y magullado.

—Vamos a ver —dijo Jaime—. Por las pruebas que has traído y por lo que he podido comprobar, tienes una tendinopatía del tendón supraespinoso y una bursitis subacromial; aparte, cierta inestabilidad y algunas descompensaciones musculares. Para que te cures, tenemos que solucionar cuatro problemas.

»El primero es mejorar la calidad del tendón. Tiene que poder contraerse mejor, ser más elástico y dejar de estar inflamado. El aporte sanguíneo tiene que mejorar en ese tendón. El segundo es disminuir la inflamación alrededor del tendón, en la zona debajo del hueso del acromio y encima de la cabeza del húmero, lo que se entiende como espacio subacromial y donde se encuentra el tendón y la bolsa serosa. Lo tercero es recuperar la movilidad y estabilidad del hombro. Para ello tendremos que hacer movimientos y ejercicios de fuerza. Por último, con tu entrenador tendrás que observar y analizar tu técnica de saque. Quizás estás haciendo algún gesto que te esté sobrecargando el hombro.

—Todo esto tiene mucho sentido —contestó Maria en un tono algo agotado—. Pero me duele tanto que no puedo ni dormir. Por la noche casi me duele más que durante el día. ¿Esto qué explicación tiene?”

—Maria, ¡la explicación la tengo yo! —gritó Supra—. A mí me gusta que el brazo esté colgado al lado del cuerpo. En esta posición, al tirar la gravedad el brazo hacia abajo, se abre este diminuto espacio donde me tienen aprisionado. Pero cuando te tumbas durante tantas horas, el brazo se sube hacia el hombro y me aplasta. Tampoco me gusta nada que te tumbes de lado, ya sea sobre mi lado o sobre el lado contrario. Además, como a todos los tendones, a mí me gusta el movimiento, correr libremente, como los cachorros de un perro labrador, por praderas llenas de amapolas y mariposas; esto, lógicamente, en sentido figurado. Estar en una misma posición durante mucho tiempo es lo que menos me gusta. Lo único que consigue es que me inflame y me duela más.

Ni Jaime ni Maria habían escuchado nada de esto. Así que Jaime dio una explicación algo más científica: 

—Cuando dormimos, nuestro flujo sanguíneo disminuye, lo que puede reducir la cantidad de oxígeno y nutrientes que llegan a los músculos y las articulaciones. Esto puede empeorar el dolor existente, incluido el dolor en el hombro. En algunos casos, durante la noche, se aumenta la inflamación debido a cambios en los niveles hormonales. Como ves, es todo muy complejo. Lo importante es que consigas dormir en una postura que no te provoque dolor. Ya sé lo que vas a contestarme: «Es muy fácil decirlo, pero más difícil hacerlo».

—Me lo has quitado de la boca —dijo Maria sonriendo. 

—Ya lo sé. De todas formas —continuó Jaime—, no te preocupes mucho por esto. En cierto sentido está fuera de tu alcance, así que, ¿para qué preocuparse por algo en lo que no puedes influir al cien por cien?

Maria seguía algo alicaída. 

—Lo que me cuentas ya lo he escuchado antes. Incluso varios médicos me han inyectado corticoides y plaquetas. La verdad es que yo ya no sé qué pensar, estoy algo desesperada. He intentado muchas cosas ya y ninguna ha funcionado.

—Por favor —dijo Supra—. ¡No más agujas! Lo único que hacen es meter un líquido que me hace sentir bien durante unos días, pero luego vuelven los mismos problemas. Es una solución a corto plazo. Además, de vez en cuando lo que inyectan son corticoides, que no me sientan nada bien. A la larga, muchas de esas inyecciones hacen que me descomponga y que cada vez esté más débil. Luego se extrañan si me rompo.

—Justamente ahí está el problema —continuó Jaime—. No podemos pretender que un tratamiento, una inyección o una operación cure una lesión tan grave y larga como la tuya. Este es el mayor error. Cuando los pacientes me dicen: «Ya he probado esto y no ha funcionado», es cuando veo que el enfoque es el que falla. Tienes que grabarte esto en la memoria: «No hay ningún tratamiento puntual, por muy novedoso e innovador que sea, que cure una lesión crónica. Repito, ¡ninguno!». La curación de una lesión crónica como la tuya tiene que seguir un proceso, una búsqueda del camino de la curación. Hay que probar ejercicios, probar terapias y ver cómo reacciona el cuerpo a ellos. Según el resultado, incidiremos en ellos o probaremos otras alternativas. Imagínate a los primeros alpinistas que quisieron subir al Mount Everest. Desde abajo miraban con sus prismáticos las posibles rutas de subida, buscando las zonas menos empinadas y con menos hielo. Luego, se ponían en camino e intentaban subir por la zona que habían seleccionado desde abajo y, en muchas ocasiones, se encontraban con zonas intransitables. Esto les obligaba a descender y probar por otra ladera o vertiente. Repetían este proceso hasta que encontraban la vía que les llevase a la cumbre. El tratamiento de una lesión sigue el mismo protocolo: la búsqueda del camino hasta la cima. Probamos un tratamiento y unos ejercicios, una terapia, y vemos cómo te sientes. A veces funciona a la primera, pero casi siempre hay que volver atrás e intentar con otros ejercicios u otras terapias. Poco a poco iremos encontrando tu camino a la curación. Lo que hay que hacer es confiar en el proceso y no buscar métodos milagrosos. Muchas veces alguien nos comenta que conoce a un amigo o familiar que se ha curado con una inyección o una operación. A veces ocurre, pero desconfía de eso. No hay milagros en la fisioterapia, solamente trabajo, sentido común y constancia. A mí me gusta llamarlo una curación orgánica.

—Tiene mucha lógica —contestó Maria resignada—. Entonces, ¿qué es lo que propones?

—Por ahora no propongo nada específico. Empezar a trabajar y escuchar tu cuerpo. ¿Sabes una cosa? Los tendones, los ligamentos, los meniscos, todas la estructuras del cuerpo te hablan. Tienes que aprender a escuchar lo que te dicen. Por ejemplo, si el tendón del supraespinoso pudiese hablar, te diría que no está contento, que está atrapado, dolorido, sin oxígeno, comprimido. Si cuando haces un ejercicio y, al terminar, te duele más, el hombro te está diciendo que no le ha gustado ese ejercicio. Otro ejemplo: Si te vas a la piscina a nadar de forma suave y sales con el hombro más suelto y liberado, el tendón del supraespinoso te está diciendo que ese ejercicio le ha venido bien. Hay que encontrar la forma de tener contento a ese tendón, a ese hombro y que te digan lo bien que se sienten. Hay que aprender a escuchar tu cuerpo.

Abajo se hizo el silencio. Rusti, el viejo sofá, Supra, la bolsa serosa y el acromio ni respiraban. 

—¿Conocerá Jaime nuestro secreto?, ¿que podemos comunicarnos entre nosotros? Porque acaba de decir que nosotros podemos hablar —dijo en un tono muy bajito el viejo sofá.

Fue Rusti quien puso cordura en esa situación. 

—¡Que no, que no nos escucha! Yo llevo muchos años aquí y Jaime nunca ha podido escucharme. Estad tranquilos.

Maria seguía algo desanimada. 

—Un médico incluso sugirió que me operase para limar el acromio y que así el tendón tuviese más espacio. Le he estado dando vueltas a esto, pero no estoy convencida.

—Bueno —contestó Jaime—. Esta es una posibilidad. Pero las operaciones de hombro no son nada fáciles, incluso el periodo postoperatorio es bastante largo y doloroso. En mi opinión, hay que hacer todo lo posible para evitar entrar en el quirófano. Siempre hay tiempo para operarse, pero antes hay que agotar todas las posibilidades, buscar el camino a la cumbre.

Maria argumentó:

—Es fácil decirlo, pero sentir el dolor día tras día te puede llegar a desesperar y llevar a querer buscar una solución rápida. Es muy tentador que alguien te diga: «¡Si te opero, estarás jugando sin dolor en 6 meses!».

—¡Ya estamos otra vez con las promesas falsas! —. Jaime se puso serio—. Igual que te he dicho que no existe un tratamiento milagroso, tampoco hay ninguna garantía de que te vayas a curar con una operación o intervención médica. El que habla con tanta seguridad normalmente no lo tiene tan claro. Cada cuerpo es diferente, cada lesión es diferente y no todo el mundo reacciona de forma similar.

—¿Por lo tanto?—preguntó Maria. 

—Por lo tanto, tenemos que empezar la ascensión al Mount Everest; paso a paso, día a día, con la moral alta; buscar el tratamiento con el que te sientas mejor, buscar los ejercicios que te alivien, buscar la forma con la que puedas volver a jugar sin dolor. A veces hay que analizar la técnica, quizás cambiar de raqueta o de cordaje. Como te dije, todo es un proceso que hay que ir siguiendo.

Maria se quedó pensativa. 

—Algunos días añoro esos años en los que jugaba con soltura, sin tener que pensar en el dolor. Mi memoria viaja a cuando tenía diecisiete años y gané el torneo de Wimbledon. ¿Sabes? Fui la más joven en hacerlo. En ese partido contra Serena Williams sacaba como si nada, solo tenía que pensar donde sacar y lo hacía. Ahora tengo que sacar con ese maldito setenta y cinco por ciento y reprimirme para no golpear la pelota demasiado fuerte.

—A todos nos gustaría ser más jóvenes, Maria. Pero solo tenemos el presente. De nada sirve soñar con épocas pasadas. El presente está aquí. Ni siquiera podemos controlar el futuro. Pero las acciones que hagas hoy harán que tengas mayores garantías de seguir siendo una campeona en el futuro. Haz todo lo que puedas cada día, acuéstate con la conciencia tranquila, con sentido común, con ilusión, con energía positiva y ya verás como volverás a levantar el Plato de Venus de Wimbledon.

—Gracias por el ánimo, Jaime. Así da gusto.—dijo con escepticismo Maria. 

Abajo, Supra no había dejado de escuchar. Rompió el silencio diciendo: 

—¡Oye! ¿Este Jaime no habrá sido entrenador de boxeo en otra vida? Porque a mí me han entrado ganas de saltar a la cancha y comerme al rival. Estoy seguro de que ha convencido a Maria.